Con el corazón y con el bolsillo
Desde principios del 2007, la economía argentina arrastra una inflación alta pero no desbordada, estructural pero no espiralizada, y persistente. La respuesta inicial del gobierno consistió en negarla mediante la destrucción del sistema de estadísticas del Indec y luego intentar contenerla a través de acuerdos de precios que la mayoría de las veces resultaron inútiles. Con el paso del tiempo, sin embargo, se fueron desplegando una serie de iniciativas –la ley de movilidad jubilatoria de octubre del 2008, la Asignación Universal de octubre del 2009, los aumentos del salario mínimo y las paritarias– que, en un contexto de alto crecimiento y disminución progresiva del desempleo, permitieron sostener niveles de ingreso por encima de los aumentos de precios.
El incremento salarial en paritarias fue de 26,4 por ciento en 2008, 21 por ciento en 2009, 26 por ciento en 2010, 32 por ciento en 2011 y 24 por ciento en 2012. Las jubilaciones aumentaron 10 por ciento en 2009, 25,1 en 2010, 34,1 en 2011 y 31,05 en 2012. Según datos de la consultora Analytica (1), entre 2007 y 2012 el salario aumentó en promedio 3,7 por ciento al año en términos reales, mientras que los ingresos jubilatorios subieron 9,8 por ciento.
Esto permitió neutralizar –parcialmente– el efecto regresivo que generaba la inflación, lo que quizás constituya el principal éxito económico-social de Cristina Kirchner. La cuestión es hasta qué punto muchas de las políticas implementadas para sostener el crecimiento, garantizar el empleo y mejorar las condiciones de vida de los sectores populares no son en sí mismas inflacionarias (o un poco inflacionarias), tal como plantea Alfredo Zaiat cuando analiza la tensión entre inflación y empleo (2). Pero no debería necesariamente ser así: la experiencia reciente de otros gobiernos progresistas de la región, como Brasil, Uruguay e incluso Bolivia, demuestra que es posible combatir la pobreza, la desigualdad y el desempleo con un diseño macroeconómico de menor expansión monetaria, más control fiscal e inflación de un dígito (es decir, más ortodoxo), aunque con un crecimiento más moderado.
La inflación constituye un problema, siempre. La idea alfonsinista de que “un poco de inflación no viene mal” es, como los jeans nevados y las frenys de Pumper Nic, una reliquia ochentista que convendría ir jubilando. En primer lugar, porque la inflación genera un deterioro de las condiciones de vida en aquellos sectores que perciben ingresos fijos y carecen de protección sindical, dato no menor en un país que aún arrastra un 33,8 por ciento de informalidad laboral (3). Pero además la inflación alimenta el atraso cambiario, distorsiona la estructura de precios relativos (un café en el microcentro porteño araña los ¡18 pesos!) y conspira contra el ahorro, es decir contra la inversión, en un contexto en el que los pesos queman y quienes pueden salen a reventar la tarjeta. La carrera inflación-salarios erosiona la competitividad de la economía y los intentos por contenerla han sido infructuosos (y probablemente lo sigan siendo, en la medida en que un sector del sindicalismo permanezca lejos de la esfera de influencia del gobierno).
En otras palabras, el foco perturbador de la inflación se ha desplazado, de una cuestión principalmente distributiva a una eminentemente macroeconómica, lo que genera efectos políticos que vale la pena analizar. El más importante es la aparición o reaparición de reclamos orientados a otros temas: en algunos casos siguen siendo económicos, como sucede con la demanda de instrumentos de ahorro evidenciada tanto en las quejas por las restricciones a la compra de dólares para atesoramiento como en el éxito del bono lanzado por YPF, mientras que en otros casos se trata de cuestiones no necesariamente materiales, que pueden ir de la inseguridad a la crítica republicana y el estilo presidencial.
El resultado es un mix complejo frente al cual el gobierno debería reaccionar mediante una formulación invertida del viejo adagio alfonsinista: responder con el corazón además de con el bolsillo.
El corazón
El kirchnerismo ha establecido con el humor social una relación ambivalente. En sus mejores momentos supo anticiparse, como sucedió al principio con la política de derechos humanos, y luego con la ley de medios o con iniciativas de fuerte impacto cultural como el Bicentenario y Tecnópolis. En otras ocasiones, sobre todo durante el conflicto del campo y la campaña electoral del 2009, el gobierno equivocó el rumbo, oscurecido por sus tics políticos más negativos: la lógica amigo-enemigo, la concentración de poder, la escasa sensibilidad para escuchar voces que no sean las propias. Pero en general, como escribió Martín Rodríguez (4), el kirchnerismo ha demostrado más capacidad para administrar las necesidades (de los sectores populares) y los intereses (de los factores de poder) que para gestionar los deseos, esa vieja obsesión lacaniana.
¿Qué sucederá en el año electoral que se inicia? Un aspecto central del estilo de conducción kirchnerista que puede jugar un papel importante pasa por la explicación del rumbo. Hay, en efecto, una dimensión explicativa de la política, casi pedagógica, que no conviene subestimar, y en este sentido resulta interesante comprobar que Cristina Kirchner, una oradora sólida e inspirada, ha sido menos prolífica que su marido, cuyos discursos lucían desgarbados y hasta confusos, a la hora de instalar ideas-fuerza de alto contenido político: la “salida del purgatorio”, la promesa de “no dejar las convicciones en la puerta de la Casa de Gobierno” y el “¿Qué te pasa, Clarín? ¿Estás nervioso?”; todos llevan el copyright de Néstor.
Muchas veces, pese a la exposición pública constante de la figura presidencial, el gobierno se muestra renuente a explicar aspectos cruciales de sus políticas, que pueden ir desde la gestión de los servicios públicos a la administración tributaria, y es raro que admita explícitamente un cambio de rumbo, por más evidente que sea. Un ejemplo entre tantos: nunca quedó claro por qué el plan de eliminación progresiva de subsidios a la electricidad y el gas, que buscaba moderar un gasto regresivo y había sido elaborado de manera tal de no afectar a los sectores más vulnerables, fue súbitamente congelado (5).
Cuestión de estilo
Este tipo de apuntes pueden parecer menores, una simple cuestión de estilo o comunicación, pero en realidad no lo son: constituyen rasgos de carácter que revelan de modo profundo la forma en que un gobierno dialoga con la sociedad, que es también, por supuesto, la idea que se hace de ella. Sobre todo cuando se enoja o se excita o se engolosina con sus propios éxitos, el kirchnerismo parece tomar una distancia excesiva de las angustias, traumas y complejos sociales. Y si por un lado esto le permite elaborar iniciativas de largo plazo que no forman parte de las necesidades de todos los días, también puede contribuir a aislarlo y hasta tornarlo distante, insensible. No dejarse arrastrar por la tiranía de la opinión pública es clave para cualquier líder político que se proponga un horizonte de cambio, pero la línea que separa esa autonomía del autismo resulta a veces demasiado delgada.
En este marco, el gobierno apunta ahora a la Justicia, un poder opaco y conservador, dueño de una tecnojerga oscurantista, que con la excusa de la auto-renovación se había mantenido –en contraste con lo que sucedió con otras corporaciones, como la mediática y la militar– a salvo de los cuestionamientos sociales, bien lejos de los reflectores de la opinión pública. En medio de la disputa con Clarín, que últimamente ha devenido en una guerra de guerrillas en la que los dos protagonistas disputan palmo a palmo el terreno, y tras fallos indignantes como el que liberó a los acusados del crimen de Marita Verón, Cristina Kirchner parece decidida a emprender una reforma judicial que vaya más allá de la muy valorable, pero insuficiente, renovación de la Corte Suprema. Y aunque conviene tener cuidado con el modo en que se implementa, de manera tal de evitar que la democratización se transforme en linchamiento, el foco parece acertado.
Quizás los mejores momentos del kirchnerismo suceden cuando orienta su ímpetu renovador a un tema estructural que luego se convierte en el eje de una preocupación social, como los amantes sensibles que intuyen los apetitos de su pareja antes de que surjan, o que los fabrican.
Feliz 2013
A la marcha de la economía y la determinación política del gobierno cabe agregar, en este análisis un poco a tientas del año que se inicia, una cuestión no menor de ingeniería electoral. Las elecciones de este año serán las primeras que el kirchnerismo deberá enfrentar sin la postulación de alguno de sus dos líderes. Hasta el momento, el dispositivo electoral oficialista descansó siempre en alguno de los integrantes del matrimonio, con Néstor (2003, 2009) o Cristina (2005, 2007, 2011) turnándose para encabezar la lista nacional o bonaerense. Ahora, por primera vez, el gobierno tiene el desafío de disputar la elección sin un Kirchner al frente, lo que lo obligará a buscar candidatos taquilleros para los distritos clave.
Lo interesante es que los más valorados por la sociedad no siempre son los más queridos por el kirchnerismo químicamente puro, lo que reenvía al dilema anterior: hacerle caso a la opinión pública o a la propia intuición, es decir hasta cuándo seguir escuchando y cuándo, finalmente, decidir.
1. www.analyticaconsultora.com
2. Página/12, 9-12-12.
3. Datos del Ministerio de Trabajo.
4. “Medios, paros y cacerolas”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, Nº 162, diciembre de 2012.
5. Esto no sucede en todas las áreas: Martín Sabbatella demostró que la épica kirchnerista no es incompatible con las explicaciones largas e incluso las conferencias de prensa.
© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur